Pequeños tesoros
Claudia Rabuffetti
Anécdotas con el maestro Eduardo Sacriste
El maestro caminó, no sin cierta dificultad, hasta el pequeño autito azul de la joven arquitecta, que no podía creer que sería ella quien lo llevaría a su próximo destino. A él, uno de los más notables arquitectos y docentes de arquitectura de todo el país: Eduardo Sacriste. A sus más de ochenta años, terminaba de dar una clase magistral en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires frente a más de trescientos alumnos.
La emoción la embargaba y de repente, su mínimo Fiat 133 del típico color azul/turquesa de los años setenta, de dos puertas, se había convertido en un auto de lujo último modelo para llevar a un grande. Así lo sintió ella, mientras se sentaba al volante y sus socios del estudio de ese momento, uno de los cuales había sido su alumno, se acomodaban en el asiento de atrás para dejarle el del acompañante al viejo y querido maestro.
La clase había sido sorprendente por la naturalidad de los conceptos vertidos y por tener a un maestro de su talla frente a nosotros, que éramos arquitectos recién recibidos o próximos a hacerlo. Hablando nuestro idioma de plantas, cortes, vistas, detalles constructivos y perspectivas, Sacriste había logrado convertir aquella clase en un hecho que marcó un antes y un después en la carrera de cada uno de nosotros, sobre todo de quienes no habíamos tenido el privilegio de ser sus alumnos mientras estudiábamos. ¿Nos dimos cuenta de ello en ese momento? No lo sé. Tal vez no tomamos verdadera dimensión y, aunque sabíamos de su grandeza y generosidad para transmitir sus conocimientos, estábamos avasallados por la juventud y las ansias de “largarnos” al mundo del ejercicio de la profesión, escuchando esos pequeños e inmensos detalles de práctica profesional que parecían tan obvios, pero que explicados en el dibujo de su única lámina (‘una y sólo una’) nos abría, claro y limpio, el panorama del proyecto arquitectónico y de la práctica profesional como nadie. Así de simple.
Hoy también me pregunto si los cientos de estudiantes que lo escucharon y vieron ese día habrán sabido frente a quién estaban, y si sus palabras y dibujos habrán quedado en ellos como en mí.
Cuando terminó la charla, ningún docente de los “viejos” de esos años (hoy seríamos nosotros…) atinó a llevarlo, de manera que se lo propusimos y lo hicimos.
Cuando subió al auto pude observar que entre sus manos llevaba un par de hojas tamaño oficio con escritos a mano en tinta negra y que, seguramente, eran el “ayuda memoria” que había utilizado un rato antes en la clase. No tuve que pedírselas, porque al verme, se dio cuenta de mi interés en ellas y simplemente las extendió hacia mí, y me dijo: “Tomá. Te las regalo.” Una vez más dando muestras de su generosidad. Las tomé y las guardé como un verdadero tesoro.
El viaje desde la Ciudad Universitaria hasta el Museo de Arte Decorativo, lugar en el que estaban esperando al maestro para entregarle un reconocimiento por su trayectoria profesional, transcurrió entre charlas de arquitectura, urbanismo y de historia. Nos hacía preguntas de lo que veíamos y, cuando no sabíamos, la mayor parte de las veces, él mismo las respondía. Y así nos iba contando la historia de cada monumento o hecho arquitectónico por el que pasábamos: la avenida del Libertador se transformó en fuente de conocimientos y aprendizajes para nosotros, a través de los propios saberes del maestro. Siento que cada metro recorrido fue algo aprendido, sin duda.
Al llegar, se bajó, nos saludó cálidamente y, en soledad, se dirigió hacia la entrada del museo. Hoy pienso que tal vez deberíamos haberlo acompañado. Si algo lamentaba, era de no tener a nadie a su lado para transitar los días de su vejez.
Partimos ese día con la alegría de haber acompañado al maestro, al menos por unos momentos, que para nosotros fueron muy importantes y que, al parecer, él también había disfrutado, a juzgar por su charla y enseñanzas permanentes mientras estuvo en mi querido y viejo autito. Sentíamos el alma llena de conocimientos nuevos y diversos, porque sus palabras no sólo nos hablaron de arquitectura sino de la vida misma. Tal era nuestro entusiasmo en ese momento que superponíamos nuestras voces programando todo lo que íbamos a hacer con tantas ganas, casi sin escucharnos. Estábamos pensando en muchos proyectos, todos a flor de piel, y teníamos al futuro de nuestro lado.
Esas dos frágiles hojas oficio fueron a parar casi inmediatamente a un cuadro que me acompañó siempre. Aún hoy, más de treinta años después, sigue colgado en un rincón especial de mi casa.
Tiempo después me casé y nos fuimos a vivir lejos de Buenos Aires. Cada uno de nosotros hizo su propio camino en distintos lugares de Argentina. Algunos proyectos, pocos, se concretaron. Y otros no, pero fue una época maravillosa de estudio y aprendizaje permanente.
Casi con el último resabio de la comunicación por correo, le envié Sacriste un saludo para su última Navidad. Y enorme fue mi sorpresa cuando recibí su respuesta: uno de sus dibujos a mano alzada, hechos con tinta negra, a modo de tarjeta postal. No preciso decir que también la enmarqué y pasó a estar al lado del cuadro con las dos hojas oficio de aquella vieja clase en la facultad. Atesoradas.
Poco tiempo después, falleció. Y entonces, cada palabra a sus alumnos, cada recomendación a los docentes de Arquitectura, cada proyecto realizado, cada línea trazada o cada ser que habita una de sus casas se convirtieron en su legado y acrecentaron su valor, como si eso hubiese sido posible. Basta con revisar esos planos, libros o dichos para seguir aprendiendo, tantos años después, porque el amor por mi profesión y el entusiasmo están intactos, igual que aquella tarde en la que nuestro tiempo era inconmensurable.
Un par de hojas tamaño oficio manuscritas, una tarjeta postal con dibujos en tinta negra a mano alzada y el viejo Fiat 133 que escuchó todas aquellas enseñanzas esa tarde de invierno de Buenos Aires, se convirtieron en pequeños tesoros cuyas historias a su alrededor enriquecen los relatos de aquella joven arquitecta para que hoy, muchos años después, y ya no tan joven, pueda transmitírselas a su hijo casi arquitecto, con el futuro en sus manos, y el legado de un grande en su corazón.