Una película | Bijlmar Odisse, de Urszula Antoniak

Juan Ignacio Breccia

martes, 31 de octubre de 2017  |   

La siguiente reseña tiene por objetivo dar cuenta de la anomia recurrente en los complejos de viviendas masivas, en este caso analizando el mediometraje Bijlmer Odissee. A tal fin, se propone descomponer el problema en diversas dimensiones para su mejor estudio.

En un primer lugar, se traen a presencia los conceptos de espacio liso y espacio estriado definidos por Deleuze. Según el autor, se concibe al espacio como un concepto de tres sentidos convergentes: como lugar físico, como modo de ocuparlo, y luego también como forma de ser.

El espacio estriado está gobernado por múltiples sistemas de referencias que vuelven reconocibles a cada uno de sus rincones. El espacio estriado por excelencia es la ciudad, definida por una trama de calles, cada una con un nombre específico, y referenciadas por alturas y numeraciones.

El espacio liso, en cambio, es entendido como una continuidad ad infinitum. Un sistema de puntos no reconocibles ni distinguibles entre sí. Donde no hay adelante ni atrás, ni izquierda ni derecha. Es un espacio eternamente intermedio, porque no hay un inicio ni un final del mismo. El espacio liso por excelencia es el desierto.

(…) en un caso "se ocupa el espacio sin medirlo", en el otro "se mide para ocuparlo".[1]

En el mediometraje, se vuelve evidente el concepto de anomia en tanto espacio liso. Porque es la anomia la que lo define. Porque ambos protagonistas desconocen sus propios nombres. Porque Otis, el muchacho, no sabe la dirección del domicilio de Penny, la chica que ha conocido esa misma noche. Porque un vecino quita el papel de la puerta con el que ella da cuenta de su identidad. Porque el drogadicto se hace pasar por Otis, poniéndose en crisis todo el tiempo el problema de la identidad. Además, las viviendas y los conjuntos son iguales, y no se distinguen unos de otros. El espacio en la película está entendido a cada momento como un intermedio, pues se habita en tanto se recorre. Porque no hay un destino final claro del recorrido.

Por otro lado, se trae a cuestión el problema del laberinto como artefacto del caos. El mismo, puede entenderse como arquitectura de la confusión, de la perdición y de la locura. El laberinto desde sus orígenes trae consigo connotaciones fatalistas y angustiantes.

Esos corredores son falsos, trampas engañosas, ilusorias, que no llevan a ninguna parte que no sea el ramal, el muro, el recoveco, y de nuevo al recorrido ya recorrido. Las sendas del laberinto sirven para hacer la travesía del laberinto. Para perderse, desorientarse, sentir el ánimo alterado, la mente obnubilada, la conciencia confusa.[2]

Relacionada con la falta de identidad y el culto a Dionisos, el laberinto en este caso se desenvuelve como un dispositivo multi-vial. Como una multiplicidad de caminos que no se pueden distinguir como unos más verdaderos que otros, que tienen por efecto la pérdida del sentido de la orientación, y hasta la pérdida de identidad, y lo cual provoca que los espacios sólo se habiten como un intermedio. Una arquitectura del recorrido. Un lugar de eterno paso.

En cierto modo, el espacio es una región intermedia entre el cosmos y el caos. Como ámbito de todas las posibilidades es caótico, como lugar de las formas y de las construcciones es cósmico.[3]

Finalmente, la definición de espacio dada por Cirlot en su Diccionario de Símbolos permite trabajar sobre una de las escenas del film. Particularmente, la escena en la que Penny prende y apaga la luz de su habitáculo, y el chico reconoce la luz en la oscuridad que parpadea de entre todas las demás. Ello vuelve todo distinguible. Identificable. Estriado. Le infunde una identidad. Allí se establece un sistema de referencias y relaciones que permite al muchacho poder ubicar la luz parpadeante en el espacio: de izquierda a derecha, de abajo hacia arriba. Así se reconoce un único camino de entre la multiplicidad. Un camino verdadero, como el hilo de Ariadna en el Laberinto de Minos. Como el cosmos de entre el caos.

¿Cuándo aparece la arquitectura?

Cuando entre tanta indiferencia, se distingue una forma. Cuando, en el laberinto, se fija una dirección, un trayecto: cuando Ariadna tiende el cordel con el que se señalará el camino. Es entonces cuando cada cosa pasa a tener nombre y posición: tú eres la entrada y tú el camino, tú la trampa y tú la salida, tú el centro y tú la orilla. Nombre, es decir, identidad propia, diferencia, relaciones mutuas, forma. [4]   


Referencias

[1] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix; “Mil mesetas: Capitalismo y esquizofrenia”, 1980.
[2] Rivera Dorado, Miguel; “Laberintos de la Antigüedad”; Alianza Editorial; Madrid, 1995.
[3] Cirlot, Juan Eduardo; “Diccionario de símbolos”; Editorial Labor; Barcelona, 1992.
[4] Quetglas, Josep; “Elogio de Ariadna”; en Pasado a limpio I. Pre- Textos 2002

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