Un relato | Santorini, ciudad en las alturas
Hernán Maldonado
Santorini, la ciudad volcán, ciudad de los sueños, de los atardeceres sin límite, del acantilado o de los precipicios al gran vacío, pero por sobre todo, ciudad del misterio y la poesía, del tallar la roca y percibir la naturaleza a distancia.
Santorini se parece a alguna de las ciudades invisibles de Italo Calvino, con las características de una isla que en algún tiempo fue, se transformó y cambió pero se mantuvo intacta como en otros siglos, como en otros tiempos, en que la gente que la habitaba se llamaba distinto y Santorini era Stronguili o Kalisti, poblada por fenicios, dorios o la utilizaban como refugio los prolemences.
Santorini y el volcán extinguido (el impactante hundimiento de la Caldera), que sin embargo se encuentra allí enfrente de la ciudad en medio del mar, a la vista, al tacto, por delante de aquella masa negra de lava prehistórica. Uno presiente y espera el día en que renazca y hable, o se manifieste más allá de lo que significa su presencia y de la relación que se establece mirando hacia arriba desde el agua o el volcán o hacia abajo desde las ciudades de Fira, o la Thirosstefani.
A Santorini, la ciudad fortaleza, se accede desde abajo, desde el agua, en lomo de burro manso y domesticado mientras se recorren los mil escalones que la levantan por sobre el nivel del mar, del sol en el crepúsculo o de la cantidad de barcos que se recortan a la distancia.
A Santorini se accede también desde un sector remoto de la isla. La parte llana, lisa, sin recortes ni grandes accidentes geográficos y es allí, a través del contraste entre el acantilado y las playas negras de sedimentos volcánicos, donde se produce el encanto, el misterio, y aquellas ganas de volver o de quedarse para siempre.
Casas blancas de techos planos con puertas y ventanas azules. Pisos de tonos suaves con líneas pintadas a mano que reflejan una textura intencional. Terrazas, y los recorridos elevados entre los pueblos y la gente que sonríe. Por sobre todo, la noción del laberinto borgeano rodeado de cúpulas de infinitos lugares sagrados.
Pese al calor de un día de verano, frente al azul profundo del mar Egeo, ancianos camuflados como la piedra negra de la montaña nos guían amigablemente hacia los distintos lugares estratégicos para percibir la ansiada puesta de sol, que con sus ilimitados colores refleja y baña de luz y silencio la inolvidable magia de la isla griega que se llama Santorini.
Un aire frío corre en las alturas. Tiempo de tabernas y cuentos inventados en el desarrollo del día. Tiempo del recuerdo de memorias e imágenes capturadas que esquivan el olvido de ciudades, pueblos o la infinidad de gente que pertenece a algún otro sitio.