La construcción del paisaje urbano

Jorge Cortiñas

domingo, 26 de marzo de 2017  |   

Aparición de un concepto
Para mi tía, paisaje urbano hubiera sido un oxímoron, si mi tía hubiera dominado el castellano tanto como el italiano. Paisaje era el mar (del Plata) y las sierras (de Córdoba), el Po y el Piamonte. No es ni fue siempre así, aunque el concepto de paisaje (y más aun su extensión) es relativamente nuevo: en las lenguas latinas, paysage (francés) se registra desde 1549(1) y llega al castellano recién en 1708(2) . El landscape del inglés y sus variantes germánicas tienen temporalidades parecidas.

Que no exista la palabra no implica -necesariamente- que no exista el concepto, pero sí que éste es difuso, poco o nada elaborado y teorizado. El concepto y su necesidad se realimentan. Desde siempre se formalizaban jardines, trozos recortados del suelo, orden geométrico del espacio frente al horror de la naturaleza hostil e indomable, lugar de la indefensión del hombre. Jardín del bíblico Edén, de las Hespérides y los colgantes de Babilonia, una de las 7 maravillas del mundo. El [pays – sage] (el pago – paese, cultivado) que ordena las estaciones, donde el trigo asegura el alimento y la vid la alegría, está en el origen del concepto; es donde la artesanía y el trabajo dejan su huella milenaria: el paisaje: un trozo de seguridad rodeado de la inseguridad del bosque y la montaña(3). En la pintura del Renacimiento el fondo dorado deja lugar a la cuidada campiña de la Umbria.

El concepto comenzó muy pronto a ampliarse. En la pintura holandesa aparece la ventana, que al fondo de la sala burguesa comunica otros modos de paisaje, incluyen la ría y los barcos del retratado, un rico comerciante. Los jóvenes ingleses de alcurnia comienzan su viaje de iniciación por Italia (el tour) y descubren que el mar, el bosque y la montaña, además de aterrorizar producen una rara experiencia estética. “… la quintaesencia de la mirada paisajística, que la historia ha fijado en la particular sensibilidad inglesa del siglo XVIII, no partió de la tenue luz de la isla, ni de las ovejas recortando parejamente el pasto, sino de turistas entusiasmados que recorrían en Italia las huellas de los antiguos”(4).

Recordemos que de paso comienza la industriosa pyme italiana: Piranesi, anticipando el romanticismo, edita álbumes de grabados sobre las ruinas imperiales. Se viene después lo sublime, ya no la belleza plácida del clasicismo sino la emoción del vértigo. Turner nos instruye acerca de la bruma, el naufragio y el huracán. Caspar Friedrich sobre el acantilado y el abismo.

La estética, una vez más, ayuda abriendo la mirada, ya no limitada a lo bello y a lo sublime, sino también a lo feo y lo horrendo.


Un universo en expansión
El escándalo impresionista ayuda a expandir las fronteras del paisaje. Monet busca sus imágenes en las flores y las prestigiosas catedrales, pero también en el humo de las locomotoras. La ampliación del concepto se vuelve indetenible de la mano de los futuristas y el movimiento moderno, ambos extasiados por el mundo de las máquinas. No es de extrañar que, a mediados del siglo pasado, la mirada incorpore las ruinas incipientes del desarrollo. Aparece el paisaje degradado de la civilización urbana: las ruinas de la desindustrialización, el suelo y los ríos intoxicados, la basura ingobernable (las colinas del CEAMSE ya tienen 70m. de altura) pero también los paisajes inalcanzables para los ciudadanos de a pie: la caminata por la luna, las fotos de Saturno, el fondo de los mares. La estética, una vez más, ayuda abriendo la mirada, ya no limitada a lo bello y a lo sublime, sino también a lo feo y lo horrendo.

Jorge Semprún acaba de salir del campo de Buchenwald y vuelve en un camión con otros sobrevivientes. “Estábamos preguntándonos como habrá que contarlo para que se nos comprenda… ¿Estarán dispuestos a escuchar nuestra historias, incluso si las contamos bien?… –Contar bien significa: de manera que sea escuchado. No lo conseguiremos sin algo de artificio. ¡El artificio suficiente para que se vuelva arte!”(5) El campo de concentración, tremendo paisaje del siglo XX.

¿Y por casa cómo andamos?
Pese al justo lamento sobre la falta de espacios verdes, nuestra ciudad se defiende bastante bien en los grandes espacios paisajísticos; la costa con sus más y sus menos tiende a mejorar con la transformación de las zonas portuarias y cierto freno a su privatización. Nuestros profesionales lo saben, y no solo lo han demostrado con parques como el Mujeres Argentinas y el Micaela Bastidas o los juegos del parque de las ciencias, sino que han conseguido un lugar internacional, ganando (por ejemplo) el concurso del Parque Father Collins en Dublin, proyecto de los arquitectos Abeleyro y Romero.

Es en otro campo complejo donde el paisaje denuncia carencias no vistas. “Los paisajistas y algunos arquitectos saben componer paisajes para acompañar un palacio, equipar un parque para el ocio o una reserva natural. Pero parece que las cuestiones que se juegan en el presente corresponden a situaciones sociales nuevas y llaman a nuevas maneras de pensar el paisaje. En efecto, las ideas sobre los paisajes, como las ideas sobre la historia y sobre la tradición evolucionan con el tiempo.”(6) 


Tractoraso, de Ariel Pradelli. Brea sobre tela (150x150cm)

Tengo nostalgias (cosas de la edad) de una ciudad, quizás mítica, de suntuosos cordones de granito gris impecables, prolijas veredas de baldosas vainillas y adoquinados sin emparchados de asfalto. Veo los cordones rebajados sin arte, remendados con cemento, agredidos por pintura amarilla oficial y privada, cuando el amarillo se usa en las ciudades ejemplares solo para advertir de un riesgo transitorio y se quita una vez reparado el daño. Tengo nostalgias de los bancos de madera, porque hace mucho comprendí que la calidad paisajística del espacio público depende más del buen equipamiento que de los árboles, que si se los deja tranquilos, noblemente se cuidan solos. Tengo nostalgias por fin de una ciudad menos fragmentada en lo social y menos atacada por el estacionamiento salvaje, aunque a veces me parece que hay más creatividad en algunos grafiti que en los patéticos intentos de colgar macetas en las paredes de los túneles viales. Una vez más son los artistas los que nos ayudan a mirar. Ariel Pradelli, arquitecto y pintor de los buenos, pinta sus paisajes urbanos donde contrastan lujos actuales y ruinas industriales con una paleta que no esquiva el óxido ni el alquitrán. Acaba de exponer en la FADU tres obras, siempre de gran tamaño. En la mayor, detrás de un primer plano de grúas oxidadas aparece, sin perspectiva y ocupando todo el fondo, un crucero de lujo anclado en el puerto. Aunque no lo muestre, sabemos que en el primer plano hay unos inevitables cartoneros y al fondo el lujo tonto y charro del paraíso artificial.  


Barco Ocupa, de Ariel Pradelli. Brea sobre tela (300x155m)

 


(1) Petit Robert. Dictionaire de la lange francaise.
(2) Joan Corominas. Breve diccionario etimológico de la lengua castellana.
(3) Alain Roger, Court traité du paysage. Gallimard (1997).
(4) Graciela Silvestri y Fernando Aliata, El paisaje como cifra de la armonía. Nueva Visión (2001).
(5) Jorge Semprún, La escritura o la vida. Tusquets (1995).
(6) Michel Conan, La invención de las identidades perdidas, en Cinco propuestas para una teoría del Paisaje. Agustin Berque et al. Champ Vallon (1994). Mi traducción.