El agua y la ciudad

Graciela Silvestri

sábado, 16 de julio de 2022  |   

1.    
Desde la década del noventa, en estrecha relación con la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo Sostenible (Río de Janeiro, 1992), las consideraciones ambientalistas pasaron del verde originario al “azul” del agua. Las investigaciones científicas alertaban sobre el peligro en que se encontraban los mares, los ríos y los hielos –cambios de régimen, islas de plástico, derretimiento–; el agua utilizable por los humanos constituye menos del 3% del total, y el acceso a ella es difícil en las regiones más desfavorecidas del planeta. 


Foto: Shavi Alli. @shavialli

Este cambio de foco me llevó a repensar el tema del agua en las regiones litorales, en donde se concentran –en Uruguay, en Argentina, en Brasil, en Paraguay– los asentamientos humanos más densos que continuamos llamando “ciudades”. En muchos sentidos, puede decirse que en esta región atravesada por ríos, arroyos y terceros, vivimos sobre el agua –o, más bien, sobre el barro: el azul y la transparencia cristalina de los arroyos de cerros y montaña nos es ajena. Esta característica fue notada para los bordes inundables de la ciudad: el ámbito de la boca del Riachuelo, por ejemplo, era calificado como un “pantano de ranas” a principios de siglo XX, discutiendo el insólito crecimiento de un barrio que convivía con la inundación –las casas, realizadas con restos de barcos, se armaban y desarmaban para ser transportadas por el río. 

La ingeniería del siglo XIX avanzó sobre el dominio del agua. La historia es conocida (los proyectos rivadavianos; las instalaciones de agua corriente a fines de 1860 y su impulso en épocas sarmientinas, después de la epidemia de cólera; los desagües pluviales y cloacales del ambicioso plan Bateman, completado décadas después). Quien se interese en esta historia, que cruza los saberes de la medicina higienista, las  prácticas ingenieriles y de proyecto urbano, y el ímpetu político, puede visitar el Palacio de Aguas Corrientes (proyecto de Nystromer, plan de Bateman, inaugurado en 1894), que cuenta con una gran biblioteca además de un Museo del agua y exposiciones itinerantes sobre el tema. Su magnífica carcasa de mayólica y ladrillo vitrificado oculta la estructura de hierro que sostiene tres grandes tanques, poniendo una nota extraña en el estilo de construcción porteño. 

Así como el hermoso edificio esconde el funcionamiento del agua corriente, nuestro subsuelo también permanece oculto: éste se compone de una vasta infraestructura acuática  a la que nos hemos acostumbrado tanto que dejar la canilla abierta, llenar la bañadera todos los días,  o apretar el botón del inodoro nos parece normal.

Por muchos motivos, el agua a cielo abierto, corriendo libre, no era deseable para los proyectistas urbanos de los siglos XIX y XX. Terceros y arroyos se entubaron y cubrieron; se socavaron y cementaron las orillas de los ríos que no podían taparse. En ciertos casos los trabajos fueron exitosos –de hecho, Buenos Aires pasó a ser una ciudad “limpia” en sus décadas doradas, gracias a la infraestructura de la que fue pionera en América–; en otros, fracasaron. Eduardo Wilde ya alertaba en su Curso de Higiene Pública (1878) que la construcción sin control, el empedrado y la consecuente impermeabilización del suelo podían causar problemas graves. 

Bien lo saben quienes experimentaron la gran inundación platense de 2013. Los hidrólogos ya habían anunciado que con precipitaciones extraordinarias crecerían las vías de agua que atraviesan subterráneamente la cuadrícula urbana, cuya extensión pétrea contribuyó al desastre, a lo que se sumó una urbanización sin plan, fruto del clientelismo político, en las orillas del arroyo del Gato. Los científicos también alertaron sobre el impacto de las sequías: parte del muelle del Centro Cultural Parque de España en Rosario se derrumbó por la bajante extrema del Paraná; el año pasado se temió por la provisión de agua dulce a la ciudad. 

Nuestras ciudades litorales viven de los ríos. Fueron fundadas en las orillas de estas impetuosas corrientes, vías de penetración hacia el corazón desconocido del subcontinente, donde muchos esperaban encontrar abundantes riquezas –e incluso, como Colón, el Paraíso Terrenal–. Las ciudades fundadas crecieron económicamente gracias a  la navegación, lo que implicó la construcción de canalizaciones e hidrovías. El caudal de nuestro sistema fluvial llevó a utilizarlo para producir energía limpia, aunque no sin costos ambientales (especialmente para la biodiversidad local). La bajante histórica del Paraná, así, no sólo causó problemas en Rosario: la represa Yacyretá generó en 2021 un 50% menos de electricidad que su promedio histórico por la disminución del caudal del río, con el consecuente impacto en un sistema energético que ya opera al límite.

Reafirmando la íntima relación de nuestras ciudades litorales y el agua, no podemos no recordar que estamos asentados sobre el acuífero guaraní –agua dulce subterránea, transfronteriza, cuya identificación y alcances se deben a las investigaciones de la geohidróloga santafecina Ofelia Tujchneider. Los acuíferos subterráneos contienen más del 95% del agua dulce del mundo. No sólo dependemos, pues, sino que vivimos sobre el agua. 

2.
Pero, ¿qué decimos cuando decimos “agua”? ¿La química destilada en el laboratorio; la tratada que sale de la canilla; el agua azul del Caribe; la aterrada del Plata? ¿El agua de lluvia, la niebla, las nubes? Esta pregunta encabeza el libro de Jamie Lipton What is water? The history of a modern abstraction, en donde afirma que el agua es un proceso, una construcción sociocultural, y por lo tanto posee una historia. Litpon divide pedagógicamente el enfoque premoderno del moderno. El premoderno otorgaba diversas cualidades a los “tipos de agua” –lluvia, mar, ríos– cada uno con sus respectivos dioses; civilizaciones tan diestras en el manejo del agua como la romana jamás mezclaban en el acueducto las aguas surgentes de distintas fuentes. Las aguas contaban una historia: la historia de los lugares. La famosa fuente de Ortygia, en Siracusa, narra a través del mito de la ninfa Arethusa, “la mojada”, que huye del acoso del dios fluvial Alfeo, la emigración griega hacia la isla. 

H2O, en cambio, es el agua moderna, definida por Lavoisier en los albores de la química, genérica y global: aquí no interesan historias, mitos, lugares, ni usos diferenciados. Gracias a estas investigaciones se produjeron los espectaculares avances de la hidráulica, la medicina, la navegación –pero se perdió la relación entre el locus y el agua. Se trata de una pérdida relativa: el agua todavía conduce nuestra la imaginación hacia el oscuro origen de la vida; convoca el elemento materno.

Las distintas formas en que se manifiesta el  agua poseen para nosotros sentidos diferentes. Tomemos, por ejemplo, el caso del río. No extraña que diversos pueblos, incomunicados durante siglos, lo hayan identificado como metáfora del tiempo frágil de la vida humana: percibimos en él el movimiento, la metamorfosis, el acontecimiento, hasta que por fin se disuelve en el mar –que es el morir. La relación entre el río y el mar sugiere la difícil concordancia entre vida y muerte, pero también entre localidad y universalidad: El río está en nosotros, el mar es todo sobre nosotros, escribió Elliot en Four Quartets. Pensemos que el Plata es un estuario –a veces río, a veces mar.

Los proyectos de recuperación pública del río y las costas –sistemática ilusión de los urbanistas argentinos– están anclados no en la necesidad, sino en el placer –y el conocimiento público– que otorga contemplar el  paisaje en el que nuestras ciudades están asentadas. Una de las cuestiones que Lipton subraya es la diferencia entre el agua entendida como mercancía (privada, embotellada) y el agua pública; lo mismo puede decirse hoy de los paisajes costeros. Dos casos contrastantes: la recuperación de la costa rosarina a fines de siglo pasado, que abrió el río para todos, y el proyecto actual de construir un barrio cerrado, con torres de hasta 45 pisos, en la ex ciudad deportiva de Boca Juniors, en la costanera sur. No debatimos sobre el impacto ecológico (toda la costa porteña es “artificial”; y el proyecto promete balancear la construcción con amplios verdes), sino sobre la libertad de pasearse por estas orillas y admirar el horizonte fluvial. Quienes hacemos historia del paisaje, sabemos que este placer, que bien podemos llamar estético (literalmente: conocimiento sensible, común a todos y no sólo patrimonio de artistas), sigue siendo clave para abrir la imaginación, la más extraordinaria capacidad humana.

De esto se ha ocupado Gastón Bachelard, explorando las poéticas del espacio. Llamó “imaginación de la materia” a aquella anclada en los viejos elementos aristotélicos que aún gobiernan nuestra existencia: “Además de las imágenes de la forma, existen imágenes directas de la materia. La vista las nombra, pero la mano las conoce. Una alegría dinámica las maneja, las amasa, las aligera (…) Tienen un peso y tienen un corazón”.

La cita es de El agua y los sueños, uno de sus libros más reveladores para nuestro tema. Define al agua como el elemento más femenino y uniforme, más constante, “que simboliza mediante fuerzas humanas más recónditas, más simples, más simplificadoras”. El agua, dice, es también un tipo de destino, no solamente el vano destino de las imágenes huidizas, sino un “destino esencial” que sin cesar transforma la sustancia del ser. Se comprende la idea heracliteana de movilidad: “No nos bañamos dos veces en el mismo río, porque ya en su profundidad, el ser humano tiene el destino del agua que corre. El agua es realmente el elemento transitorio… El agua corre siempre, el agua cae siempre, siempre concluye en su muerte horizontal”.

La “femeneidad” del agua, su relación con lo concreto en oposición a lo abstracto, su vinculación con la vida –metamorfosis y  cambio–, nos permite comprender más a fondo los rasgos de nuestra imaginación arquitectónica, históricamente (pre- y posmodernidad) aferrada a lo sólido, palpable y perdurable; a la voluntad de estabilidad y distinción que también guió los principios de las ideas matemáticas y filosóficas. La arquitectura se constituyó en oposición a la transitoriedad y fragilidad de nuestro destino, para que la estirpe humana pudiera permanecer, aunque los individuos murieran. De allí la obsesión por establecer formas que dejaran testimonios a través de generaciones, reconocibles como productos de manos humanas.

Por esto, el agua in-forme debía ser guiada, contenida –acueductos, canalizaciones, drenajes. Es que el agua es enemiga de la coherencia, pero también de la memoria: en el agua no se pueden trazar centros, límites, figuras geométricas estables; en el agua no se puede inscribir. [1]

Esta antigua perspectiva no fue trastocada por las vanguardias; tampoco la relación del agua con lo “femenino”. La analogía mujer-agua  excede la tradición occidental. Entre los yanomami, pueblos recientemente contactados del noroeste brasileño, Omama, primer chamán, recreador de la floresta, pescó del río a un ser-pez que se dejó capturar en forma de mujer, e inició con ella la generación humana –el hermoso libro O queda do céu, escrito en conjunto por un chamán y un antropólogo francés, relata estas peripecias míticas. 

Recordé una muy difundida imagen de Le Corbusier, publicada en el Poema del ángulo recto (1947/1955): la de una mujer de acentuadas curvas extendida en horizontal, acompañada por un pez, soñando con ríos serpentinos. La imagen remite al viaje sudamericano del arquitecto y a su experiencia aérea desde Buenos Aires a Asunción, cuando pudo observar las curvas del Paraná y anotó en sus carnets la idea de “la ley del meandro”: las curvas del río serían superadas por la potencia del agua corriendo recta hacia el mar. Allí estaba el Hombre (es decir: el humano masculino) para ayudar a construir un camino recto: parado sobre sus pies en tierra firme –no arrastrándose por el lodo como las criaturas anfibias-, encuadrando el horizonte lejano. La distancia con el agua informe le permite avanzar hacia la abstracción.

3.
Los cambios de mentalidad social son lentos: siglos y siglos de una concepción proyectual y urbana anclada en la eficacia; en el progreso sociotécnico; en el capitalismo imperial, y también en las concepciones mitopoéticas comunes a tantos pueblos, no se alteran súbitamente. Si bien ellas pueden ser objeto de críticas, resulta difícil esquivar la arraigada trama mental,  y más difícil aún ofrecer soluciones viables a corto plazo. 

Es notable que el viraje del verde hacia el agua fuese procesado en el sentido de la imaginación estética, que orientó hacia paisajes acuáticos alternativos los habituales lagos azules y playas marinas. Humedales, esteros y pantanos, viejos causantes de las “miasmas”, objetos de transformación hasta la década de 1980, comenzaron a ser protegidos, admirados y visitados por locales y turistas. 

Esto no pasó desapercibido en el campo arquitectónico –pero trabajar con el agua no resulta fácil. La vía más recurrida fue la mímesis de formas serpentinas (“naturales”),  sugiriendo el elemento a través de fachadas que simulan espumas o transparencias. Pero  el peso material de la construcción se impuso por sobre la metáfora. Sólo algunas obras como el pabellón Blur, de Diller y Scofidio, en el lago Neichatel (2002), lograron trabajar con el agua misma en forma de neblina, surgiendo de una estructura de cables tensados. Otros siguieron trabajando en la vieja tradición de agua conducida (molinos, piletas, edificios de aguas); otros, finalmente, borrando los límites entre artes visuales y arquitectura, imaginaron experiencias inmersivas virtuales –paseos bajo agua que no moja; ilusiones como en la Swimming Pool de Leandro Erlich. En ninguno de estos casos el agua es “marrón”.

Pero si recordamos las anotaciones de Lipton, reconoceremos lecciones más interesantes de otros hijos del Plata. El arquitecto uruguayo Mauricio Cravotto, por ejemplo, dibujó en su ex libris una columna jónica sin base descansando en las aguas del río, metáfora de la relación entre nuestras sociedades y el ancla de los tiempos. En el giro del siglo XX, arquitectos como Clorindo Testa, en su temprana versión de La Plata anegada un siglo después del aniversario de la fundación, o el grupo M777, que interpretó como causa favorable para un cambio de mentalidad una gran inundación porteña, se acercaron a pensar estas tierras en las que el agua siempre triunfa. Recientemente, los trabajos se han multiplicado: sólo citemos aquí el taller pedagógico “Aguas urbanas”, liderado por Daniel Kozak, cuya propuesta implicaba la recuperación a cielo abierto del arroyo Medrano, que transcurre bajo la avenida Juan B. Justo. [2]

El tema de la inmigración –por ríos y por mar– también debiera alertarnos sobre el destino sociocultural de nuestras regiones que, viviendo en estas orillas, poco conocen de identidad fija, de raza, de raíz. Nuestros ríos y mares  cuentan una historia como la de la ninfa Arethusa: la de los asentamientos que avalaron la mezcla. Pensar desde el agua y no desde la tierra firme resulta así un tema crucial para nuestras vidas litorales mudables, volubles, mezcladas.

Pero no es fácil, en nuestra mentalidad orientada a la tranquila fijeza, trabajar con el agua. De hecho, el núcleo de la idea de paisaje, el jardín del Paraíso, se vincula en la tradición medio-oriental y occidental con un espacio limitado, “arreglado”: Paradeiza –Paraíso– significa, literalmente, espacio arquitecturizado. Las imágenes medio-orientales y occidentales siempre muestran un límite, una fuente, pequeños canales arreglados geométricamente. Por eso Levi-Strauss llamó a la selva “Paraíso anterior al persa”: “la geometría no lo cerca”. 

Recordemos que el agua existe en todos los Paraísos, especialmente en aquellos paraísos infantiles, en donde el juego es eterno –en la bañadera, en el río, en la playa. Sin proyección infantil, sin juego, sin agua en la que podemos sumergirnos, no tenemos arte. 


[1] Mc Ewen, K. p 25, 88.

[2] Cf Kozak, D., “Nuevos escenarios para el arroyo Medrano a cielo abierto”, en Territorios del agua, Delta Alliance, Instituto Torcuato De Tella, Reino de los Países Bajos, p- 30, Buenos Aires, 2021Cf Kozak, D., “Nuevos escenarios para el arroyo Medrano a cielo abierto”, en Territorios del agua, Delta Alliance, Instituto Torcuato De Tella, Reino de los Países Bajos, p- 30, Buenos Aires, 2021