Perdonen mi aspecto, vengo de una obra
Arturo Franco
Si queremos que nuestros alumnos sean buenos arquitectos al servicio de la sociedad, favorezcamos una Universidad llena de los mejores profesionales. Profesores que sepan subir por los andamios.
Hace dos años, los casi 4000 alumnos de la Escuela de Madrid convocaron el primer premio Compás de Oro al mejor docente de la ETSAM. Decidieron darme el compás, fui elegido entre más de 400 profesores, para mi sorpresa y la de muchos de mis compañeros. Sin duda, algo debemos de estar haciendo mal. No es falsa modestia. Es que realmente valgo menos en términos cuantificables, cuantitativamente. Que es, para mi amigo Antonio Miranda, la única manera de medir la verdad. Sé lo que digo: no en vano dediqué más de diez años a conocer en profundidad a los más importantes arquitectos que habían transmitido sus conocimientos desde las llamadas primera y segunda generación de posguerra hasta la primera década del siglo XXI. Y me consta la cantidad de pequeñas verdades que eran capaces de atesorar y transmitir generosamente. Aquellos arquitectos que salieron de las aulas cuando la guerra civil se lo permitió, allá por la década de los años 40. Arquitectos que rompieron con el historicismo de sus mayores, que establecieron sus condiciones durante los 50 y se hincharon a trabajar durante los 60. Arquitectos que regalaron sus conocimientos a los alumnos durante los 70, comenzaron a ser olvidados en los 80 y a desaparecer en los 90. Primero Fisac, Sota, Cabrero, Aburto. En medio Oiza. Después, Corrales y Molezum, de la-Hoz y algunos otros... más tarde Moneo.
Arquitectos, muchos de ellos formados durante sus primeros años en la Institución Libre de Enseñanza o al menos afectados de algún modo por aquella filosofía Krausista.
Éstos hablaban en sus clases de verdades como puños, de lo que aprendían en obra y de lo importante que era la gente para la que construimos, a la que nos debemos.
De principios técnicos y de principios humanísticos. Orden, Oportunidad, Compromiso y Contención. El hombre. El hombre y su felicidad era la razón de ser de todo. Hablaban de manera muy clara, era fácil entenderlos porque sabían a ciencia cierta lo que estaban diciendo. A pesar de todo dudaban. Lo vivían en sus estudios cada día y no necesitaban disfrazarse para escribir o enseñar.
Uno de ellos recordaba a Unamuno en sus textos. Rafael de la Hoz Arderius escribía que hay tres clases de zapateros: el que fabrica zapatos para comer, el zapatero que los realiza para ser famoso y aquel que los hace para que se encuentren muy a gusto los pies de sus clientes. “Solamente a este último se le echa de menos cuando muere”.
Así de sencillas y demoledoras eran sus reflexiones. El hombre en el centro de sus pensamientos.
De ellos aprendieron otros, mis profesores, mis maestros. Los nacidos entre el año 40 y el 45. Más preparados intelectualmente, más viajados, y con una educación primaria más rígida, disciplinaria, que confiaba en la memoria. En resumen, sabían mucho de muchísimas cosas. Tal vez con menos volumen trabajo y trabajo menos importante que el de sus mayores, pero aun así grandísimos arquitectos o lúcidos teóricos. Un poco más serios y un poco más aburridos tal vez, pero, para un joven alumno, la mejor manera de transmitir conocimiento, de contar y cantar las hazañas de los primeros. Más cultos y por lo tanto mejores consejeros.
Con ellos conocimos en profundidad los errores y los aciertos de los grandes maestros de la arquitectura moderna y de vez en cuando nos sorprendían con algún descubrimiento en aquellos años 90. Zumthor, Celsing, Murcutt, Mendes da Rocha… y tantos otros. Las clases consistían en aprender de otros mientras tratabas de encontrarte a ti mismo como arquitecto, resolviendo una cabaña en el bosque, un embarcadero, un monasterio o un estudio para algún artista. Hace dos, tres y cuatro años la universidad ha ido jubilando a estos profesores a pesar de sus ganas de seguir enseñando. Campo Baeza, Linazasoro, y tantos otros…
Los que nos quedamos nos mirábamos a los ojos por los pasillos como diciendo ¿Y ahora? ¿Y nosotros tenemos que sacar esto adelante?
Que mis compañeros me perdonen y para que no se note el dedo acusador, introduciré un falso plural mayestático. Ahora, la gran mayoría de profesores no tenemos una carrera profesional sólida, al menos tan sólida como la de ellos. Hablamos de una manera tremendamente confusa, retórica, empalagosa. Aunque peor fueron los subproductos de la semiótica en los años 90, todo hay que decirlo. Pero eso es otra historia. Ahora hemos olvidado a los verdaderos maestros y confiamos mucho en nuestro talento natural, en nuestras habilidades gráficas, tan confusas como nuestros discursos trufados de falsa filosofía o falsa sociología o falsas verdades o posverdades o falsos premios o falsos likes. Arte dramático. ¡El cuento!, como decía irónicamente Fernando Higueras. “¡El cuento es la asignatura más importante de la Escuela!”
Hasta que los mejores arquitectos del presente estén en la universidad, no podremos formar a los mejores alumnos, a los mejores arquitectos del futuro. No hay muchas más claves para esto. Los mejores arquitectos son aquellos que han hecho buena arquitectura para las personas. Aquellos que ya la han hecho, no aquellos que tal vez algún día la hagan.
Mientras eso no ocurra, las universidades estarán llenas de diluidores o lo que es peor de “lanzadores de modas”.
Y para muestra un botón. Esto se lo leí a un profesor que a su vez decía que había leído de Ezra Pound su clasificación de los poetas. Yo me repito mucho - decía - y hoy lo repetía otra vez en la Escuela. Él establecía seis niveles. El primero era el de los inventores de la poesía, decía que esos no son nadie, porque ¿quién inventa la Ilíada?, ¿Homero?, pero ¿quién es Homero sin sus precursores?, ya que los “inventores” vienen a ser la tradición o el pueblo.
La segunda categoría la forman los “maestros”, que son aquellos capaces de aportar algo. La tercera son los “Mario Botta”, es decir, los “diluidores”, los que disuelven la fuerza de los maestros que a su vez habían tomado la corriente de los inventores. Los otros son: el “común de todos los escritores”; los quintos son “les belles lettres”. ¿Y sabéis cuales eran los últimos?, que era por lo que me interesaba a mí la clasificación de Ezra Pound, los últimos son los lanzadores de modas. Los que parece que son los más revolucionarios, los que efectivamente están en la “punta de la ola”, resulta que ocupan el último lugar en la lista de los poetas.
En cualquier obra se detectan los precursores, lo anónimo, la historia, lo distante, lo originario, lo que no tiene ni principio.
Moraleja: Si queremos que nuestros alumnos sean buenos arquitectos al servicio de la sociedad, favorezcamos una Universidad llena de profesionales más preocupados por transmitir de manera clara lo que han descubierto en la calle que de solicitar acreditaciones de obligado cumplimiento con el objetivo de medrar dentro de la institución. Profesores que sepan subir por los andamios.
No saben lo a gusto que me he quedado sin introducir ninguna nota bibliográfica ortodoxa, ni inventarme aclaración ni nota al pie alguna. Como en los viejos tiempos. En esta Universidad no es de oro todo lo que reluce. Tampoco el compás. Una lástima.