El estudiante proactivo
Paola Zellner
Tras recibirme en la FADU y ejercer arquitectura por cinco años en Argentina y en Uruguay, emigré a los EEUU para hacer un Master de arquitectura en SCI-Arc, en Los Ángeles. El contraste con mi educación en la FADU fue grande y sorpresivamente complementario. La base profesional racional y el rigor que me brindó la FADU de los 80 se encontró, en SCI-Arc, con el juego y la exploración cruda a través de la manipulación de materiales y herramientas. En ese entonces, esa escuela se presentaba como un espacio físico de libre exploración para la diversidad de culturas que llegaban a sus puertas. Todo era posible y debía testearse. Cada estudiante tenía un tablero asignado dentro del estudio por la duración del semestre, donde se instalaba, creando rápidamente una comunidad multicultural efervescente, en la cual la exploración individual se beneficiaba del intercambio continuo con otros integrantes del estudio y de la escuela. El estímulo y soporte que brindaba dicha comunidad, operando 24 horas los 7 días de la semana, eran radicales, ya que todos estábamos al tanto de lo que cada uno exploraba, participando y beneficiándonos de los descubrimientos. Apoyaban ese trabajo el taller de carpintería y el taller de metales, ambos equipados con maquinaria y herramientas; el taller de fotografía; el laboratorio de computación ofreciendo programas de CAD y modelado digital (el email y el www recién emergían); y un área abierta de estacionamiento circundando el edificio al que se abrían los talleres y estudios, y que se prestaba a todo tipo de experimentación.
El trabajo en los talleres construyendo a distintas escalas, incluida la escala real, expandieron mi forma de concebir la arquitectura, y añadieron a mi previa formación, formal y funcional, cualidades materiales más diversas y tangibles, informando al diseño que exalta y se beneficia con los atributos y el potencial intrínseco de la materialidad.
Practiqué arquitectura en Los Ángeles por ocho años. La ciudad con su clima permisivo y actitud innovadora es reconocida por la abundancia de precedentes de arquitectura que no le han temido al fracaso, y que continúan prestando servicio a la Arquitectura, normalizando lo experimental y expandiendo los límites de lo admisible. En ese entorno, la tecnología constructiva típica, liviana, mayormente en seco, me permitió incursionar en un espectro amplio de materiales y componentes, de montaje más accesible que en la obra húmeda. Esta posibilidad de exploración in situ y a escala real me otorgó otra dimensión y comprensión de la arquitectura, más háptica y quizás más visceral.
La primera oportunidad de enseñar en la escuela de arquitectura se presentó en Los Ángeles, unos años más tarde en Michigan, y desde hace diez años, como tiempo completo, en Virginia, en la universidad estatal Virginia Tech. Estas tres escuelas, como la mayoría en EEUU, se organizan alrededor del taller de diseño con tableros asignados a cada estudiante, apoyados por talleres técnicos. Las tres experiencias, no obstante, han sido diferentes, variando de acuerdo a su contexto, pedagogía y filosofías.
El programa de Virginia Tech se distingue por enfocarse principalmente en formar al estudiante independiente, auto motivado y autocrítico, dispuesto a tomar riesgos conceptuales, quien va descubriendo la arquitectura acorde a su propio interés, deseo y compromiso. Fundado en 1964 por Charles Burchard, quien fuera colega de Walter Gropius en Harvard, el programa comparte algunas características de la pedagogía de la Bauhaus. El plan de estudio comienza con un ciclo de Foundation (fundamentos), donde las cuatro disciplinas: arquitectura, diseño industrial, diseño interior y arquitectura del paisaje, estudian juntas los conceptos fundamentales de diseño, continúa con el ciclo profesional en cada disciplina, y culmina con la tesis. Los programas están apoyados por los talleres de carpintería, metal, plástico, cerámica, yeso, textiles, fotografía, serigrafía, de impresión, y fabricación digital, utilizados no tanto para el aprendizaje de los distintos oficios, sino como medios para la expresión y la exploración de la forma y el diseño.
La escuela diferencia claramente el oficio de la disciplina. Mientras no es necesario concurrir a la universidad para aprender el oficio, es necesario hacerlo para desarrollar el pensamiento crítico que pueda contribuir a avanzar la disciplina. Es por ello, por ejemplo, que no se incluyen en el programa clases de dibujo técnico ni de computación. Aunque es inicialmente frustrante para los estudiantes, el objetivo es que aprendan a dibujar en el taller de diseño como resultado y en relación directa a las ideas que intentan explorar y expresar, eventualmente aprendiendo formas de expresión diferentes y variadas con las cuales cada uno encuentra su propia voz. Así, en vez de completar una lista de requisitos determinados por el profesor, cada estudiante, utilizando las técnicas no como medios meramente de representación sino como potentes herramientas de exploración, debe encontrar los dibujos y artefactos que le permitan descubrir y ver su propia arquitectura y, en el proceso, comprender y aprender las convenciones de la disciplina. Durante ese proceso el profesor provoca, cuestiona, ayuda a articular los intereses del futuro arquitecto y le señala los bloques en el camino. No le imprime conocimiento al estudiante, ni le brinda soluciones, sino que le ayuda a desarrollar sus propias capacidades de aprendizaje, a sacar a la luz y reforzar sus cualidades individuales. El sistema tradicional “maestro - discípulo” donde el aprendiz recibe el conocimiento del maestro, es reemplazado por el sistema que fomenta la diversidad de perspectivas, donde cada estudiante contribuye al debate y al enriquecimiento de la comunidad del taller, de la que el profesor también se beneficia.
Este debate abierto y descentralizado, componente importante de la filosofía pedagógica, se expande fuera del laboratorio. El edificio de planta libre y estudios abiertos de niveles entremezclados invita a un mayor intercambio de ideas. Esto se promueve a mayor escala en el “lobby”, el vestíbulo de la facultad, que actúa de galería donde los laboratorios y distintos grupos exponen sus trabajos en rotaciones de dos o tres días de duración. Esta exhibición continua genera conversaciones espontáneas entre los que se detienen a estudiarla, ofrece material de discusión para otros talleres, y mantiene a la comunidad al tanto del amplio espectro de preguntas que se estudian a través de los talleres. La filosofía busca robustecer la auto suficiencia del estudiante, quien entiende que no concurre a la universidad para recibir pasivamente información, sino que debe proactivamente buscar su educación.
Los cambios sociales y tecnológicos de las últimas tres décadas me llaman a reflexionar sobre el rol de la universidad y la formación del arquitecto. Cuando internet ofrece, además de infinita distracción, cursos y lecciones para todo lo imaginable e inimaginable ¿qué puede ofrecer la universidad? Quizás sea necesario definir primero ¿qué cualidades son deseables en el arquitecto? Las cualidades fundamentales no han cambiado radicalmente. El arquitecto (no sólo como individuo sino también como equipo) debe ser el generalista, quien crea, quien organiza las complejidades, quien mantiene la visión completa del proyecto y lo defiende contra las parcialidades y circunstancias. Para ello la universidad debe impulsar el desarrollo del pensamiento crítico, diverso y profundo, debe alimentar la habilidad de encontrar armonía entre las variables conflictivas y opuestas inherentes a cada situación, debe promover la habilidad de identificar o establecer las restricciones productivas que tan indispensables son para el diseño, y debe estimular la curiosidad y el juego. La educación debe ayudar a encontrar el confort en lo desconocido y, como alentara Anni Albers a sus estudiantes, debe instilar el coraje a diseñar, ya que sin riesgo conceptual no es posible crear e innovar. Desde esta perspectiva el programa fundado por Burchard en 1964 continúa siendo vigente. La dificultad en el presente, quizás el talón de Aquiles de la educación y por ende de la buena arquitectura, es que el buen diseño requiere atención, concentración sostenida durante intervalos prolongados. Sin duda existen tareas que se pueden completar en fragmentos de 15 o 20 minutos, pero no se puede diseñar intermitentemente entre las distracciones incesantes incitadas por las tecnologías digitales y celulares. El estudiante exitoso es aquel que logra establecer la práctica de sumergirse en un espacio físico y mental donde puede dedicar su completa atención al proceso por períodos extendidos.
Cuando comparo mi educación en la FADU, previa al surgimiento de la tecnología digital, celular y el internet, con la educación en la actualidad, para luego proyectar hacia el futuro, veo las corrientes que van y vienen, las tecnologías que emergen y desaparecen, la información que prolifera exponencialmente, y arribo a la misma conclusión, independientemente de la capacitación en tecnologías y del nivel de conocimiento profesional: en la ausencia del discernimiento y de la atención, el buen diseño no es posible, y la formación del arquitecto tampoco. Ésta es la piedra fundamental y el desafío actual para la universidad que desea, más que limitarse a responder a las necesidades de la profesión, estar al frente, incubando ideas y liderando a la disciplina.