Buenos Aires: un código urbanístico para una ciudad más saludable

Magdalena Eggers, María José Leveratto

jueves, 23 de diciembre de 2021  |   

Ya las leyes de Indias proponían ciudades atendiendo a factores ambientales tales como vientos, asoleamiento y su relación con los ríos. Con el transcurrir del tiempo, algunos de estos criterios fueron afianzándose, y otros se perdieron. Por ejemplo en la Ciudad de Buenos Aires, a medida que los códigos permitían elevar la altura de los edificios, se comenzó a exigir más terreno libre, hasta llegar al famoso «pulmón de manzana» incorporado en el Código de Planeamiento Urbano desde 1977. Este código incluía el concepto de FOT (Factor de Ocupación Total a construir en una parcela), que favorecía el esponjamiento al limitar la capacidad constructiva en cada barrio. En 2008, y luego de diez largos años de debate, finalmente se aprobó un Plan Urbano Ambiental para la Ciudad. Con postulados tal vez lavados pero claros, el Plan establece cinco principios básicos que deberían guiar el desarrollo urbano de la Buenos Aires, uno de los cuales es una ciudad saludable. Y para lograrlo define propuestas territoriales específicas como la promoción de un sistema de parques, estímulos para el crecimiento de la zona sur, favorecer las identidades barriales y garantizar la afectación al uso público de los predios ribereños. Trece años después, pocas de estas propuestas pueden verse reflejadas en transformaciones concretas de nuestra ciudad, marcada por gestiones de gobierno sin políticas a largo plazo que limitan sus acciones a gestos pintados de verde y con el mal y gastado título de sustentables.


Desembocadura del arroyo Ugarteche en el Río de la Plata, Ciudad de Buenos Aires. Foto: Magdalena Eggers.

Buenos Aires cuenta con distintos instrumentos normativos para lograr una ciudad más saludable: entre ellos el Código Ambiental, sobre el que aún no hay definiciones, el Código de Edificación y el Código Urbanístico. Sobre este último, sancionado en el año 2018, quisiéramos señalar algunas críticas que consideramos no aportan a la transformación hacia una ciudad más resiliente y con mayor calidad de vida, sino que la limitan y condicionan.

El primer señalamiento es que el Código Urbanístico debería regular el espacio público, pero no lo hace y se concentra exclusivamente en los espacios privados, perdiendo la oportunidad de legislar sobre vías públicas, parques, plazas, etc., donde podrían implementarse una variedad de estrategias de mejora ambiental urbana, como por ejemplo la incorporación de distintos sistemas de retención de lluvias, suelos permeables, arbolado, etc.  

Otra crítica central se relaciona con las denominadas «unidades de sustentabilidad» que poco tienen que ver con su nombre, y son enormes manchas homogéneas que permiten un incremento de constructibilidad en barrios residenciales, y considerable aumento de la masa construida sin establecer un límite de FOS (Factor de Ocupación de Suelo). En las Unidades de Sustentabilidad Baja, por ejemplo, es posible una ocupación de suelo del 89% de la manzana, cuando con la limitación de FOT, esta se regulaba sola. Este incremento en la capacidad constructiva –que en algunos casos se cuadruplicó– además de romper con las identidades y morfologías barriales, no ha sido acompañado por legislación que promueva la incorporación de nuevas áreas verdes ni que garantice el equipamiento y la infraestructura necesaria para su sustentabilidad. Si bien desde una perspectiva ambiental es positivo contar con niveles adecuados de densidad y mixtura de usos, en el caso de Buenos Aires la expansión de la mancha urbana no se relaciona con la falta de oferta construida dentro de los límites de la ciudad, sino con la ausencia de instrumentos que promuevan el acceso a la vivienda.

Al tener una mirada prioritariamente morfológica y sectorial de la Ciudad, el Código Urbanístico no se funda en estrategias integrales de desarrollo territorial respecto de cuestiones ambientales como el manejo de las cuencas hídricas, de la ribera o los espacios verdes de distintas escalas. El resultado es un marco legal que permite densificar la construcción de edificios sobre áreas inundables, avanzar con rellenos y edificaciones sobre el borde costero, impermeabilizar amplias superficies de suelo y renunciar a la incorporación de grandes parques o corredores verdes.

El último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) es contundente: no estamos logrando cumplir con ninguna de las metas de reducción de GEI (Gas de Efecto Invernadero) necesarias para limitar el calentamiento global, y las consecuencias van a ser muy graves. Buenos Aires, por sus características geográficas, topográficas e hídricas es particularmente vulnerable frente al impacto de fenómenos hidrometeorológicos severos, más aún teniendo en cuenta que se esperan incrementos en lluvias intensas y sudestadas, cambios en el régimen de vientos, elevación del nivel del mar, aumentos en las temperaturas promedio y más olas de calor. 

En este contexto, que es global, la teoría urbana incorpora cada vez con más fuerza visiones alternativas respecto de la relación entre ciudad y naturaleza, con un amplio abanico de estrategias para la adaptación y mitigación frente al cambio climático, como vemos se están aplicando en otras urbes. Soluciones que proponen reconocer y recuperar el valor de los servicios ecosistémicos, y buscan no combatir, sino acompañar e integrar los ciclos del agua, el suelo, el clima y la vegetación de manera consciente en el territorio y el proyecto. Incrementar áreas menos antropizadas con paisajes urbanos dinámicos y flexibles. Estrategias «verdes» y «azules» que complementan –e inclusive reemplazan–  grandes obras de ingeniería, sumando además mejoras en la calidad de aire y agua, biodiversidad, salud, acceso a alimentos, descanso y recreación.

¿Por qué no imaginar una Buenos Aires que avance en ese sentido? ¿No podríamos recuperar –por ejemplo– un amplio corredor verde entre Palermo y Liniers a través de la Av. Juan B. Justo, que continúe luego hacia el Gran Buenos Aires para integrarse a otros corredores y parques metropolitanos? ¿No nos merecemos poder recorrer la ribera del río en bicicleta o caminando, de norte a sur, para luego conectar con el Riachuelo, disfrutando de aves, plantas, sonidos, ritmos y mareas? ¿Cuándo será el tiempo de comenzar a sanear los arroyos que surcan la ciudad para recuperarlos y reconocerlos con sus ciclos y características particulares como parte del paisaje de nuestros barrios? 

Creemos que la respuesta es que sí nos lo merecemos, y que el momento es ahora. Porque no hay tiempo, porque las ciudades no se modifican de un día para el otro, porque Buenos Aires así sería más competitiva, democrática y eficiente y porque no solo nos lo merecemos sino que nos conviene como sociedad avanzar hacia allí. Preservemos nuestras tierras públicas y nuestra ribera, compremos nuevos terrenos estratégicos, recuperemos espacios dentro de la trama donde diseñar proyectos que aporten a la infiltración, retención y almacenamiento de agua de lluvia, al refrescamiento, al sombreado y la generación de brisas dentro de la trama urbana. 

La propuesta entonces es redefinir la relación entre lo urbano y la naturaleza. Comenzar a evaluar abordajes alternativos e innovadores en nuestro Código Urbanístico y en otros marcos legales, para fortalecer y actualizar las herramientas que nos ofrece el Plan Urbano Ambiental, legislar sobre el espacio público y sobre las características del entorno ya construido. En definitiva, avanzar realmente hacia una ciudad más saludable, más adaptada y más resiliente que será también una ciudad más justa, bella y más feliz. 

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