Los arroyos porteños fluyen hacia el futuro
Martín Civeira
A principios de la década de 1920, el futuro que prometía un progreso ilimitado para la capital de la República Argentina traía en su hoja de ruta la canalización, rectificación y ocultamiento de sus principales cursos de agua.
Arroyo Vega sobre la calle Blanco Encalada, s/f. (Archivo General de la Nación). Coloreada por Fernando Furundarena »
Esa red fluvial indómita, casi invisible en tiempos secos, pero que con las precipitaciones se convertía en un azote y un obstáculo a sortear en muchos de los pujantes barrios porteños, podía y debía ser disciplinada e, inclusive, ser puesta al servicio de la sociedad. De hecho, el paradigma ingenieril e higienista, en línea con las naciones más avanzadas de la tierra, había demostrado su eficacia en Buenos Aires, tan sólo unos pocos años antes: ¿no habían sido acaso los exitosos entubamientos de los arroyos Terceros del casco histórico? ¿No habían sido la solución para que esos albañales a cielo abierto dejaran de ser foco de miasmas, enfermedades e inundaciones? En una ciudad próspera, con luz eléctrica, tranvía, fastuosas mansiones y hasta un modernísimo transporte subterráneo, ¿realmente alguien añoraba ese pasado reciente, de puentes más o menos improvisados, para que los elegantes peatones tuvieran que cruzar esos riachos insignificantes y hediondos? ¿Alguien en su sano juicio podía extrañar las antiguas banderas rojas que solían ondear en los altos, cuando las crecidas los hacían infranqueables?
Las tecnologías constructivas habían evolucionado notablemente desde fines del siglo XIX: en pleno 1925, el hormigón armado era un aliado habitual para crear admirables conductos subterráneos, que nunca más deberían ser reemplazados. Adicionalmente, la técnica ya recomendaba separar líquidos cloacales de pluviales, por lo que el sistema a adoptar sería diferente al del Radio Antiguo, en donde ambos corrían mezclados.
Argumentos similares se esgrimieron en el Honorable Congreso de la Nación, para aprobar las partidas destinadas a los diversos planes de entubamiento, que se inauguraron en 1939, pero que en algunos casos se completaron recién hacia 1966. Obras Sanitarias de la Nación había dividido oficialmente el drenaje de la ciudad en cuatro zonas: las tributarias al Riachuelo, y las que correspondían a los arroyos Maldonado, Vega y Medrano.
Plano del territorio cedido a la Nación para ensanche de la Capital Federal, con indicación del límite definitivamente adoptado. Buenos Aires, 1888.
De este modo, en 1933 quedaba sellado y enterrado el futuro de los arroyos urbanos, como piezas de un plan de obras de largo aliento, para los respectivos desagües pluviales que pasarían a conformar.
Atrás, muy atrás habían quedado los papeles amarillos que contenían las propuestas anteriores de Alfred Ebelot y Wenceslao Villafañe para dotar a Buenos Aires de una red fluvial con esclusas, canales y puertos, que permitieran la navegación y el transporte de mercaderías.
Pero la realidad fue otra, y el Medrano, el Vega, el Maldonado y el Cildáñez, a los que se adicionaron media docena de cursos de agua menos populares, pasaron a ser empleados modelo de la red pluvial de la capital.
Sobre sus valles de inundación se crearon calles y bulevares, plazas y parques, y se construyeron viviendas. Y no se habló más de su existencia.
Con el tiempo, los diseños adoptados en la década de 1930 comenzaron a resultar insuficientes. La ciudad había crecido más allá de cualquier predicción, y su capacidad de dar servicios a una marea de entusiastas habitantes y visitantes comenzó a mostrar signos de agotamiento. Tanta exigencia empezó a exhibir las grietas del modelo de cobertura de los arroyos. La fe en lo obtenido hasta entonces comenzó a flaquear, al hacerse evidente que el sistema pluvial colapsaba cada vez más seguido. Ya no había que sufrir una «tormenta del siglo» para inundarse.
Sin embargo, la elección hecha oportunamente no dejaba muchas opciones: había que seguir por la senda de la construcción subterránea, cavando nuevos túneles que aliviaran las secciones repletas de aquellos creados hacía ya cincuenta años. Entubamientos paralelos a los existentes garantizarían la supervivencia del sistema; al menos, para eventos de diez años de recurrencia.
Pero ¿y después? Después... Esa pregunta inocente, casi formulada por un niño, hacía tambalear los cimientos de la civilización. Después de los túneles, sólo quedaba crear más túneles, más salas de bombas, más compuertas… Afortunadamente, y tal como sucediera a principios del siglo XX, apareció otro paradigma exitoso en algunas partes del globo. En esta ocasión, el nuevo modelo nos está dando pistas certeras de que existe una alternativa al añejo estándar imperante, de las ahora bautizadas «obras grises».
Hoy en día, el camino para desarrollar ciudades razonables, resilientes y vivibles lo han empezado a liderar los proyectos que intentan integrar, colaborar e imitar a la naturaleza, en lugar de pretender domesticarla y/o dejarla en un rincón del paisaje de la trama urbana. Se trata de las Soluciones Basadas en la Naturaleza (SBN) o Nature Based Solutions (NBS).
En lo que a cursos de agua urbanos respecta, más de doscientas acciones de daylighting (desentubamiento) han prosperado en el planeta, desde finales de la década de los noventa. Los proyectos varían en magnitud y técnicas aplicadas, pero la gran mayoría tiende a la sustentabilidad.
Río Hovinbekken (Oslo, Noruega). Foto: Rainer Stange.
Se trata de una disciplina relativamente reciente y, por lo tanto, en constante ajuste y evolución, para la cual es indispensable conformar equipos multidisciplinarios (Arquitectos, arqueólogos, meteorólogos, paisajistas, sociólogos, ingenieros...).
Con la vista puesta en estas tendencias, las autoridades de la Ciudad de Buenos Aires, en su Plan BA 2030, Eje Integración Urbana, indican que se incorporarán «los ríos urbanos en la vida de los vecinos y el paisaje de la ciudad, transformando la relación entre las personas y el agua y recuperando las riberas como espacios de vida con funciones sociales, recreativas y ambientales». El texto señala que «los ríos serán valorados para la socialización, recreación y navegación a través de un proceso de saneamiento y reocupación de las riberas, destinándolas a nuevos usos: actividades deportivas, culturales y ocio urbano».
Un primer paso para materializar estos enunciados ha sido el reciente proyecto del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires que busca la regeneración de unos quinientos metros de arroyo en el barrio de Saavedra, cerca de donde está emplazado el curso entubado del arroyo Medrano.
La iniciativa incluye una próxima licitación del Estudio de Impacto Ambiental y Social, busca emplear SBN a fin de «construir las obras hidráulicas en la cuenca del arroyo Medrano, para la recuperación del valle de inundación de Parque Saavedra, protegiendo el ambiente y cumplimentando con la normativa ambiental vigente».
La mayoría de los arroyos porteños continuará en sus bunkers subterráneos por varias décadas más. Pero ahora, al menos, los casi trescientos kilómetros de cursos de agua enterrados tienen la posibilidad de soñar que, alguna vez, habrán de reunirse con los tres mil metros que sobreviven entre nosotros, a plena luz del día.