Pandemia: memoria y transformación
Fernando Gandolfi
Novedades de ayer. A esta altura —de la pandemia por COVID-19— resulta inevitable tener la sensación de que ya todo se ha dicho respecto al aislamiento domiciliario y sus consecuencias, desde la perspectiva de distintos campos de conocimiento. De todos modos, si hacemos un balance en el ámbito de nuestra disciplina, se trata de la exacerbación de aspectos ya latentes en la «anterior vida» y que, en todo caso, han alcanzado una inusitada crudeza y visibilidad a escala global. En este sentido, las condiciones deficitarias de millones de viviendas y miles de ciudades afectadas no son una novedad, pero se presentan como un problema amplificado por las principales situaciones que impone la emergencia sanitaria: permanencia prolongada en las casas y restricciones en el uso del espacio público.
Cuerpos y ambiente. Precisamente, la asociación entre los efectos de «las pestes» y la necesidad de mejorar el «estado sanitario» de viviendas y ciudades se remonta a los orígenes de la vida urbana, pero tuvo un punto de inflexión en los casi cien años que median entre el inicio de los trabajos de E. Chadwick en Reino Unido para mejorar las condiciones sanitarias de la población que hoy llamamos vulnerable, en 1832, y el lustro que se extiende entre 1925 —cuando Calmette y Guérin desarrollaron la vacuna contra la tuberculosis— y 1930, con la primera demostración de la utilidad médica de la penicilina, descubierta por Fleming dos años antes. A partir de ese momento, la intervención directa sobre los cuerpos desplazaría el interés sanitario por el ambiente a la cura de las personas.
Higienismo y Modernidad. Resulta lógico que las acciones tendientes a combatir las epidemias se hayan concentrado en los lugares antes que en sus habitantes, cuando se pensaba que las enfermedades eran transmitidas por miasmas. Por eso es claro que los orígenes de la Arquitectura Moderna estén ligados a los ideales higienistas, ya que la luz solar y la circulación del aire ocuparon un lugar significativo en las propuestas urbanas y arquitectónicas fundacionales; como la Ville Radieuse (que resplandece, como el sol) de Le Corbusier o el sanatorio «para tuberculosos» de Paimio, de Aalto, cuando los únicos medios para afrontar esa enfermedad eran la «exposición al sol y al aire puro».
Estado y Mercado. Si bien entre tantas otras búsquedas, las de L.C. y E. May respecto a la vivienda colectiva coincidían en la necesidad de industrializarlas, el ideal del primero nunca se apartó de su idea de «inmuebles-villa» (168+48 m² de terrazas) mientras las del segundo derivaron en la «vivienda que satisface las necesidades básicas de la existencia», de 50 m². A pesar de que May señalara en el II CIAM (Frankfurt, 1929) la necesidad de intervención del Estado en la producción de viviendas para controlar la especulación inmobiliaria, sería «el mercado» el que se apropiaría de la idea del existenzminimum para aumentar sus ganancias.
A desurbanizar, a desurbanizar. A partir de la experiencia fundacional de las garden cities, desde principios del siglo XX se ha generado un fenómeno de rechazo por la ciudad —al menos a «la gran ciudad»—, condenatorio de la alta densidad, el aglomeramiento céntrico, las congestiones y los excesivos tiempos de traslado, entre otros, y laudatorio de las «utopías verdes». Por otra parte, las crisis económicas y las transformaciones tecnológicas dejan una estela de abandono y degradación de amplios sectores urbanos; tierra fértil —literalmente— para ensayar la ruralización de las ciudades, como búsqueda (o manifiesto) de mejores condiciones de vida, doméstica y pública. Los registros son numerosos y variados: desde el land-art de Agnes Denes (en especial Wheatfield - A Confrontation, N.Y.,1982) a los más de 130 huertos urbanos de Milán proyectados por Claudio Cristofani desde 2009, pasando por Guerrilla Gardening, en Reino Unido; sin olvidar el llamado precursor de W. Churchill a convertir los jardines domésticos en victory gardens durante la II Guerra, como una forma de resiliencia urbana.
Adiós mundo cruel. (Casi) toda película apocalíptica o post que se precie se desarrolla en el marco de fenómenos de desurbanización provocados por alguna catástrofe natural o humana, cuando esta distinción resulta posible. Huir de la ciudad es la faceta más radical de la desurbanización. Justamente, a poco más de dos meses de desatada la pandemia en la ciudad de Wuhan, se inauguraba en el museo Guggenheim de N.Y. la muestra Countryside, The Future, de AMO/Koolhaas. La proximidad de las fechas hizo pensar en otro género, el de anticipación; pero el proyecto que dio lugar a la muestra llevaba cinco años de desarrollo con el objetivo de «investigar transformaciones ambientales, políticas y socioeconómicas urgentes en áreas no urbanas». De todos modos, la «vuelta al campo» parece sólo reservada en nuestro medio a los desarrollos inmobiliarios de alta gama en los que la ilusión de la vida rural se nutre de las regulaciones que restringen la densidad, alientan la rusticidad aparente de las viviendas y decoran el paisaje tratando de no espantar fauna autóctona e insertando ganado telúrico.
Villa miseria también es América. El panorama de la mayoría de nuestras ciudades dista de las utopías y son los «asentamientos», «barrios populares» y «cerrados» los que suelen delinear el difuso límite entre campo y ciudad. La nueva peste mantuvo por un tiempo la ilusión de ser propia del sector social que funcionó como su vector, haciendo viajar el virus por avión e invirtiendo la lógica de las epidemias tradicionales propagadas desde los sectores más vulnerables. Pero una vez que llegó al fértil terreno del hacinamiento, las ausentes o deficientes condiciones de infraestructura pública, las viviendas con mínimas condiciones de iluminación y ventilación natural, a los pasillos y estrechos, espontáneos e indiferenciados espacios públicos, renació la vieja guardia higienista: pensar en las condiciones de «los pobres», más para resguardar el bienestar del resto, que para preservar la vida de ellos.
Medianeras. Paralelamente, en la «ciudad media» se descubrió que los departamentos pueden ser una vivienda permanente, o sea, de 24 horas por día, los 7 días de la semana… y desarrollar en ellos (casi) todas las actividades que normalmente requieren de otros espacios. Y el espacio, los espacios, fueron redescubiertos en su disponibilidad, pero sobre todo en su necesidad y en la mayoría de los casos, ausencia; al igual que el sol y el «aire puro» (esa antigüedad); y balcones, terrazas y patios, y ventanas, orientación y vistas…
Tráfico en las ciudades. Por otra parte, en el marco de la pandemia, recrudecieron las contradicciones entre «peatones y automóviles»: mientras se trata de incrementar el espacio peatonal, se alienta el uso de los vehículos privados en desmedro del transporte público; si a esta ecuación sumamos «la ciudad en el campo», sólo la Motopía de G. Jellicoe podría resolverla: «Ningún coche podrá invadir el espacio sagrado del peatón». Lo que hace diez años proponía para una París policéntrica L´Equipe Rogers Stirk Harbour («La generación de proximidad disminuye la necesidad de viajar») renace como novedad con «la ciudad de los quince minutos».
Memoria y transformación. Buena parte de lo que la pandemia generó quedará; como memoria y factor de transformaciones que, si bien no estarán a la altura de lo imaginado, quizá mejoren las condiciones presentes que sufren millones de personas. Conformaría pensar en la intención del Estado de brindar las posibilidades de acceso a un «habitar digno» (en cantidad y calidad) a los sectores más postergados, que no se llame «vivienda» (ni se permita construir como tal) a micro-departamentos de 18 m², que los espacios públicos equipados no sean privilegio de las áreas céntricas de las ciudades y que las utopías de vida bucólica no constituyan una escenografía elitista a expensas de áreas productivas y/o en desmedro de otros modos de habitar.
Y que el distanciamiento personal (no «social») sea una opción y no una condición de vida.