Una recuperación verde

Michèle Laruë-Charlus

sábado, 9 de enero de 2021  |   

La necesidad de espacios verdes y de esparcimiento durante el aislamiento hizo evidente la relación con la biodiversidad de las ciudades resilientes.[1]


Desde hace unos meses intentamos explicar la pandemia COVID-19. Cada uno lo hace desde su propio punto de vista y, mientras que para unos la pandemia está directamente ligada a la globalización, para otros es el resultado de la excesiva densidad de las ciudades y la venganza de una naturaleza maltratada. Sin embargo, nos olvidamos que la historia está hecha de imprevistos, de accidentes, y que las epidemias existieron siempre, mucho antes de la urbanización acelerada o del recalentamiento global.

Francia experimentó una cuarentena estricta durante los primeros meses. Evidentemente, las condiciones del aislamiento no fueron iguales para quienes la atravesaron en una casa con jardín, o en un pequeño departamento, o para quienes viven solos o lo pasaron en hogares con chicos. Y, en el caso de las familias, las condiciones no son las mismas según la edad de los niños, dado que trabajar de modo remoto en una casa con niños pequeños no es lo mismo que en otra con aquellos que están en edad escolar. Y, finalmente, las condiciones difieren también según el lugar de residencia: ciudad o campo, y la mayor o menor distancia de los comercios de proximidad.  

Las encuestas realizadas durante este período de aislamiento relvaron tres aspectos:

  • Una experiencia de trabajo remoto más bien satisfactoria.
  • Una reacción positiva frente a la idea de romper con los desplazamientos cotidianos para ir al trabajo.
  • Un deseo de naturaleza que se manifiesta en las ganas de un balcón, de un patio y de verde. 

Si el trabajo remoto perdura y se desarrolla, entonces los habitantes van a establecer vínculos diferentes con su vivienda y su barrio. Y presionarán para que los diferentes actores de las cuestiones urbanas como gobiernos, urbanistas, arquitectos y desarrolladores hagan finalmente lo que vienen prometiendo desde hace años: reverdecer las ciudades y combatir las islas de calor a fin de equilibrar el acceso a la naturaleza. Europa busca la «artificialización neta cero»: devolver a la naturaleza tanto espacio como el que tomamos y en este sentido, el Primer Ministro francés anunció mil millones de euros para las comunidades que realizan inversiones ecológicas. 

Todavía queda por verse si la posterior crisis económica y la nueva desconfianza hacia la densidad urbana no terminarán por traducirse en la continuación de la expansión de las pisadas de las grandes ciudades. Sin embargo, probablemente la pandemia acelerará la discusión sobre el desarrollo de la biodiversidad urbana.

La importancia de la planificación urbana
La planificación urbana no servirá de nada si no es un instrumento de un proyecto político, y si los habitantes no adhieren a ese proyecto. Veinticinco años atrás, la ciudad de Burdeos puso en marcha un proyecto urbano de mediano y largo plazo centrado en el equilibrio territorial entre las dos riberas del río Garona, estructurando su territorio en base al paisaje, a un nuevo eje de desarrollo norte-sur, y a la rehabilitación de su patrimonio histórico. Hay equipos de paisajistas e historiadores, así como de arqueo-geógrafos para llegar a las conclusiones que guían el proyecto urbano de la ciudad, y que claramente tienen repercusiones claves sobre las cuestiones de movilidad, de vivienda y economía. Los habitantes entendieron los objetivos y el sentido de esto que devino en una historia colectiva, ella misma anclada en la memoria de todos los ciudadanos en torno al río. 

El aislamiento resultado de la pandemia nos obliga a pensar en las desigualdades urbanas respecto del acceso de los habitantes a los espacios públicos verdes. Hay que separar el caso de la ciudad ya consolidada, cada vez más densa y necesitada de verde urbano —a excepción de los grandes parques que generalmente son creaciones del siglo XIX—, y el caso de los nuevos barrios de la periferia, ya sean ricos o pobres. 

En los centros de las ciudades es difícil crear nuevos espacios verdes a menos que se expropien barrios enteros, y que se reubiquen a sus habitantes en la periferia urbana. Muchos centros históricos latinoamericanos son ocupados por poblaciones vulnerables, y es allí donde la ausencia de espacios verdes se suma a las reducidas dimensiones de las viviendas. Posibles respuestas a estos problemas son el desarrollo de infraestructuras que permitan reverdecer las calles que puedan quedar cerradas a la circulación en determinados horarios, o abrir al público los patios y jardines de edificios públicos y privados. 

En la periferia urbana o en los nuevos barrios la situación es diferente. Mientras que en los suburbios ricos existen amplios espacios verdes privados, en la periferia pobre el paisaje natural es la variable de ajuste. Y si bien no suele haber presupuestos para la plantación, sin caer en lo idílico, podemos imaginar que un trabajo previo con sus habitantes podría conducir a la creación y al mantenimiento de parques. 

La creación de nuevos barrios debe estar sujeta a recomendaciones en pos de las «crono-topías». En un barrio nuevo debemos poder ir a la escuela a pie, ir a un parque en bicicleta o ir a un establecimiento deportivo en transporte público, todo en menos de quince minutos.

Para lograr esto, América Latina presenta ventajas como un clima que suele permitir que el verde urbano pueda desarrollarse rápidamente, habitantes urbanizados más recientemente que conservan los vínculos pragmáticos con la naturaleza y actores con una firme toma de conciencia sobre los temas ambientales. 

Los espacios verdes son multifuncionales como fuente de esparcimiento, permiten reducir la temperatura de las ciudades, contribuyen a mejorar la calidad del aire, y cuentan con numerosos defensores, del mismo modo que apelan a numerosos actores. 

El rol de cada uno
Los estados y los gobiernos tienen que tomar algunas decisiones clave en materia de urbanismo y de consumo de suelos, hacerlas respetar, y luego evaluarlas. Las ciudades deben contar con proyectos urbanos coherentes y globales, que no sean una simple acumulación de proyectos sectoriales. Si una ambición es conocida y fuerte, los actores van a respetarla, porque la entienden. 

Los urbanistas, arquitectos, paisajistas, tienen que brindarse a la reflexión común; ellos serán los más interesados en aplicar los principios que contribuyeron a elaborar. 

Los desarrolladores deben aprender qué significa una colaboración equilibrada. El poder público no puede encargarse de todo y a menudo tampoco tiene los medios para hacerlo. El contrato entre un promotor y una comunidad tiene que ser win-win, y el promotor debe comprometerse, bajo pena de no obtener las autorizaciones para el planeamiento urbano, con la realización de un cierto número de cosas y, sobre todo, en materia de espacios verdes. Del mismo modo, deberá ser objeto de severas multas si tala árboles de gran valía ecológica para realizar más fácilmente un proyecto inmobiliario.

Finalmente, los habitantes, sobre todo aquellos que viven bajo el régimen de lo informal, pueden convertirse en verdaderos colaboradores de la biodiversidad a través de jardines familiares o comunitarios puestos a su disposición o el manejo de la «quinta fachada» en cada proyecto nuevo. 


[1] El texto original de este artículo fue expuesto en el webinar organizado por el Banco Interamericano de Desarrollo «A green Recovery Post Covid-19: biodiversity for resilient Cities», 8 de junio 2020.