La vida cotidiana en el edificio Olazábal, de Ferrari Hardoy
María Teresa Morresi
Una casa transformable y flexible, concepto clave de Le Corbusier
Vivir aquí es como estar en un bosque donde se experimentan momentos de silencio profundo, se escucha el canto de los pájaros y el sonido de las plantas que asoman detrás de las ventanas ante la mínima brisa del viento. O bien, se queda quieto al oír, de lejos, la sudestada o los truenos que parecen desplomarse en la vegetación de un contrafrente tan luminoso que la luz abraza los sentidos, embriagándolos como ocurre en las siestas provincianas.
Hace 25 años llegué a Olazábal 1961. Desde entonces vivo en el 1er piso, C. Me acerqué, creo, por la elección de algunos dioses que dibujan destinos. Veía el futuro balcón de mi departamento a través de la casa de mi amiga Andrea Méndez Brandman. Desde su cocina admirábamos esos destellos, como una pintura impresionista. Eran fascinantes los matices de verdes y los balcones grandes, con las reposeras. Un espejismo en plena ciudad.
Llegué un domingo de otoño, por un aviso en el diario que decía «Dueño vende contrafrente luminoso». Me acerqué a Olazábal con Federico, mi hijo que entonces tenía 10 años. Al entrar sentí emoción y asombro. Sin mirar más que la sala, ¡la chimenea! y la ventana de Andrea, dije «nos quedamos». Mientras, Federico corría por los cuartos y la cocina diciendo lo mismo. Recordaba la casa de Serena, mi madre, en Córdoba.
La altura de los techos, la puerta corrediza que separa el living de una habitación que es mi cuarto pero que, tal como fue pensado, puede ser otro ambiente e integrarse; los ventanales amplios cuyas estructuras generan corrientes de aire que en verano refrescan cada mínima parte del departamento. La ventilación es cruzada, confort total.
Fue subyugante y suficiente ingresar a tanta maravilla pequeña, pero que parecía inmensa por la manera en la que fue diseñada su estructura. Atraen el juego de las formas simples y la amplitud que ayuda a experimentar el sentimiento de estar en eje con la tierra.
Es un privilegio pasar una parte de la vida en esta casa, más allá de los zigzagueos del camino; un regalo para mis sentidos y para quienes vienen. Nadie sabe por qué, pero todos tienen ganas de quedarse a disfrutar de la calidez del fuego en invierno o de la hamaca paraguaya y de los sillones abultados por los almohadones en primavera y verano. Algo especial invita a querer permanecer y a regresar.
Resulta un placer compartir el espacio con las cuatro familias vecinas. Los palieres, que por su tamaño podrían ser habitaciones. La escalera de escalones anchos y esos instantes de comprensión y de ayuda cuando es necesario.
También fue un placer estar cerca de Patricia Stokoe, bailarina y pedagoga, que desplegaba sus alas en el salón del segundo piso. O disfrutar de las charlas con Basilio Uribe, quien perteneció a la Academia Nacional de Bellas Artes.
Ellos fueron, junto a Nelly Perazzo, crítica de arte, los vanguardistas que eligieron vivir en un edificio diferente a los construidos en la década del 40. Es sencillo, aunque ostenta el lujo de la espacialidad. Ni hablar cuando hay plenilunio: la luz de la luna ingresa a pleno igual que lo hace el sol.
Aquí estamos agradecidos pase lo que pase ya que nos impulsa, tal vez, el entusiasmo que tuvo el arquitecto Jorge Ferrari Hardoy, amigo y discípulo de Le Corbusier.