Cultura | Museos

Alberto Bellucci

domingo, 19 de marzo de 2017  |   

La amplitud del territorio propio de la arquitectura (esa inmensidad disciplinaria que paraWilliamMorris sólo se detenía ante el simple desierto) unida a la formación humanista que ella propone, promueve y exige, son causa de la frecuencia con que los arquitectos solemos extendernos, intervenir e involucrarnos en los terrenos más propios y cercanos del diseño, el urbanismo, la docencia, el arte y el paisaje, y en otros, comparativamente más alejados, como son la sociología, la política, el emprendimiento empresarial, la acción social o los vericuetos de los sistemas informáticos y la ciencia en general.

Mucho han cambiado las características y la ubicación del arquitecto en la sociedad actual, pero el sustento universalista de su formación de base sigue en pie, realimentando a su vez el ingrediente necesario de apertura, avidez e inquietud personal, a partir del cual uno elige ser arquitecto. Solamente desde allí resulta posible penetrar en el core tradicional de la disciplina y/o lograr una exitosa proyección hacia otros horizontes.

En mi caso, la principal y continuada actividad en proyecto y dirección de obras durante treinta años fue acompañándose con el quehacer docente en Diseño e Historia en la FADU y otras universidades, hasta completarse con la titularidad de Apreciación Artística en la flamante Universidad de San Andrés. Durante esos años trabajé asimismo en programas de urbanismo regional, fui organizador y curador de exposiciones de arte, escribí -entre otros libros y centenares de ensayos y artículos- dos tomos de historia de la arquitectura occidental y tuve la ocasión de poder difundir las realidades de la arquitectura argentina en universidades y centros del exterior. También me aventuré esporádicamente en la magia de la escenografía, integré coros y me sumergí en el estudio de la música y la fruición por la ópera. Paralelamente fui llenando carpetas de croquis y dibujos de viaje, obsesión que sigo hasta hoy y que en varios casos se convirtieron en exposiciones y libros de buena repercusión. Puedo agregar que -a la vejez viruela- estoy entusiasmado retomando mi abandonada actividad pictórica con una renovada batería de técnicas e imágenes.

Mucho han cambiado las características y la ubicación del arquitecto en la sociedad actual, pero el sustento universalista de su formación de base sigue en pie, realimentando a su vez el ingrediente necesario de apertura, avidez e inquietud personal, a partir del cual uno elige ser arquitecto.

Pero quizás la actividad más sorpresiva para mí y más conocida por los demás radique en mis funciones desde 1991 hasta hoy como director de los más importantes museos nacionales de arte. Veinticinco años al frente del Museo Nacional de Arte Decorativo, con dos períodos a cargo del Museo Nacional de Bellas Artes y del de Arte Oriental (dirigiendo simultáneamente los tres entre 2002 y 2006... con el salario de uno!) hacen que a veces me considere a mí mismo como parte del inventario patrimonial.

No es éste el espacio para reseñar las incontables alegrías y las frustraciones que llenaron de luces y sombras estos veinticinco años; un texto en preparación podrá dar cuenta de muchas de ellas, incluidas las visitas memorables de Guayasamín, Rostropovich, Ray Bradbury, Norman Foster, Sharon Stone y tantos otros, además de los artistas locales más renombrados y los coleccionistas, directores de museos, curadores y museólogos de renombre internacional.

Pero nada de esto, que tiene que ver en gran medida con la atracción y el glamour que exhala esta valiosa residencia centenaria, es comparable al esforzado placer de ir conservando, rescatando, poniendo en valor, restaurando y (re)abriendo al público cada una de las salas del edificio, respetando en todo lo posible sus características originales. La secuencia, que se inició en 1991 con la restauración del portón ceremonial de la esquina, prosiguió ininterrumpidamente luego desde afuera hacia adentro, desde abajo hacia arriba, desde el semisótano y el ascensor hasta la cubierta de pizarras, y finalmente con la recuperación de las tres fachadas borbónicas y el jardín versallesco original. La saga está por culminar dentro de tres meses con la puesta en valor del Salón de Baile rococó... a partir de lo cual habrá que volver a empezar el ciclo, ya que la arquitectura -como las personas- es delicada y envejece cada día un poco más.

Como colofón a esta síntesis de dispersiones y contracciones acompaño la imagen de un acrílico que pinté hace algún tiempo en mi despacho del Museo, en alguno de esos escasos intervalos entre compromiso y compromiso. Ilustra la visión que tengo siempre frente a mí de la ´Sirenita´, delicado mármol abstracto de Henri Laurens, y su reflejo en el espejo, junto a la foto de mi numerosa familia y a un ángulo de las faldas ostentosas de Eugenia de Montijo, tal como las pintó Franz Xaver Winterhalter. En mi lugar de trabajo sigo, por suerte, muy bien acompañado.

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